La calle 8 de Miami no es una calle cualquiera. No lo digo solo porque en esta emblemática calle se habla cubano, se vive y respira cubano. Lo digo porque para acceder a ella tienes que sobrevivir a la I-95, una autopista interestatal infernal, no importa que sea un domingo por la tarde. Los cinco carriles y una express de pago, no impiden que se convierta en una carrera de coches para ver quién llega antes a un destino desconocido.
Es conveniente rezar a Dios e ir provisto de un GPS, para que no se te pare el carro y puedas dar con la ruta más accesible. Iba acompañado de dos veteranos de la época del Miami de los setentas, aún así se las veían y deseaban para bandear ese laberinto de carreteras del condado de Dade.
Enormes rascacielos surcan el downtown de Miami, la luminosidad es deslumbrante, el síntoma de poderío económico, de una economía real y otra sumergida, se hace patente cuando uno observa la gran urbe en que se ha convertido la ciudad de Miami. Nada que ver con aquella en la que yo me movía con cierta soltura para llegar al frontón o hasta Miami Beach. Aquellos tiempos en los que tan solo dos comunidades: la americana y la cubana, coexistían.
Miami, me da la impresión, de ser la puerta de Latinoamérica donde se ha colado todo bicho viviente.
Respiro aliviado cuando leo los rótulos de Le Jeune, la Flagger, nombres de calles conocidas. Cuando, por fin, damos con la calle 8, me siento en Miami, estamos en la sagüesera, ¡ufff!
El restaurante Juancho (antiguo Vizcaya) es un edificio de corte colonial español con su valet parking y con la cocina abierta durante el día. Los camareros visten con chaleco, camisa blanca y faja roja, parecen salir de un cuadro de Goya o de haberse escapado de las paredes decoradas del Miami Jai-Alai, donde bailaoras de flamenco se mezclaban con guardias civiles.
Imágenes de toros y toreros están plasmados en los cuadros repartidos en las diferentes salas del Juancho. Sólo falta la música de pasadoble que nos acompañaba en los desfiles antes de cada quiniela. La penumbra de la sala, las mesas llenas por familias cubanas la mayoría. Estamos en la SW, la sagüesera. Hubo un tiempo en el que el jai-alai arrasaba entre estas gentes.
Al maitre del actual Juancho le apodan “Bicho”. Al de hace 50 años: Pistón. Estanislao Maiztegui, “Pistón” de nombre artístico, fue una de las grandes figuras del jai-alai del siglo pasado. Durante la Revolución cubana, a comienzos de los años sesenta, buscó refugio en Miami, dejando atrás una increíble carrera de pelotari y todas sus ganancias.
Pistón fue un caballero. Su lema como maitre era: “Me gusta tratar a la gente como a mi me gusta que me traten”.
El genio de Mutriku (Gipuzkoa) ejercía de maitre de día, de juez de cancha de noche, en el escenario donde también había cosechado grandes éxitos: Miami Jai-Alai.
Cuando entramos en el Juancho, nos dicen que somos los primeros. Me siento afortunado de ir acompañado de dos veteranos. Me compadezco del resto de la expedición.
Para mi alegría y alivio, va llegando el resto del grupo, por familias, por parejas o a título individual.
Pelotaris de Dania en activo, algunos recién llegados de México; ex pelotaris residentes en Florida, intendente y antiguos intendentes, familiares. Unas setenta personas entorno a mesas de a ocho repartidas en una sala exclusiva para el jai-alai.
Da la impresión de ser una despedida típica, la de fin de temporada. Una más que antiguamente, por lo menos, se celebraba en cada frontón. Pero no es una despedida cualquiera. Se cierra un ciclo. Tal vez sea la última cena.
El ambiente fue magnifico y la comida servida por los mesoneros aceptable para uno que viene de una tierra donde prima el buen comer. Lo que importa es la armonía. “El grupo”, como recalcó una y otra vez Ibon Aldazabal con sus palabras tras los postres.
“Lo que importa es lo que se comparte”, leí a mi amigo Félix Maraña, poeta de la Zurriola, “el resto son anécdotas”.
Hubo palabras de agradecimiento por parte de Jon Zulaika, a sus compañeros, familiares, intendentes y amigos, a todos los que conforman aquello que nos une: un microcosmos llamado jai-alai.
Iñigo Gorostola, (“Arrieta”, “Kakatza”), el capitán del equipo, pescador de día, pelotari de noche durante más de 20 años en Dania, gimnasta de la palabra, cantó unos versos entrañables que resumieron lo que es la esencia del jai-alai, aquello que nos identifica, lo que compartimos.
No somos los vascos amigos de excentricidades. Somos, más bien, —nos tacharán de cortos—, pero en realidad es que somos parcos, economistas de la palabra. Hablamos, inconscientemente, en verso. Sin filigranas, al grano.
No hubo placas ni trofeos, sino palabras salidas desde el corazón, con humildad y sobre todo, lo que está demostrando este grupo a lo largo de estas ultimas semanas: dignidad.
La calle ocho de Miami nunca será una calle cualquiera.
P:D:
(los versos de Arrieta traducidos al castellano)
Has sido a la vez oficio y placer/en nuestra juventud/la cesta-punta un sueño y raíz/salimos a miles de Euskal Herria hacia aquí/a sabiendas de que seríamos rivales y hermanos/éramos conscientes del declive/teníamos ilusión y ganas/pero los números no cuadraban/estamos tristes/pero siempre serás una fista alegre.