Guillermo en Mexico

Un cinco de noviembre del año 1929 Angel Ibaceta llamó a Guillermo a la oficina. Cuando un intendente llamaba al pelotari a la oficina, mal asunto, no presagiaba nada bueno. Menos en el caso de Guillermo. El juego del de Ondarroa empeoraba con el paso del tiempo. Nada que ver con la gran figura contratada de la Habana para abrir el nuevo frontón junto a Ituarte y el resto del cuadro, lo mejorcito del jai alai de por aquel entonces.

La cancha del recién inaugurado Frontón México (el mismo que funciona desde hace unos días) –ocurrió el diez de mayo de 1929– era una cancha larga pero con un frontis vivo, más propicia para derechistas que para revesistas. Sin embargo, Guillermo a sus diecinueve años venía de Cuba en un gran momento de forma. Había ganado el Campeonato de Parejas haciendo pareja con Hernandorena, deshaciéndose de parejas como: Olazabal-Gutierrez; Juaristi-Berrondo II e Ituarte-Ugartechea.

El premio era de mil dólares y dos medallas de oro.

La superioridad de Hernandorena y Guillermo era tal, que el intendente decidió conceder ventaja en el saque. Así Juaristi llegó a sacar del ocho y Olazabal del siete y medio.

(Resulta curioso saber que los delanteros sacaban tan cerca del frontis)

Por aquel entonces en la capital azteca funcionaba el «Nacional»; sin embargo, una nueva iniciativa surgió de la mano de los empresarios Federico Casado y Rafael de Villa. La rivalidad empresarial estaba servida. Las dos delegaciones, la del «Nacional» y la del «Frontón México» coincidieron en la Habana con el mismo motivo: contratar a los mejores puntistas. La mayor parte de los pelotaris se decantaron por el «Frontón México». Tan solo, de las figuras, faltaban por firmar Ituarte y Guillermo.

El de Mutriku y el de Ondarroa acabaron por decantarse por el nuevo frontón. Casado y Villa les ofrecieron fuertes cantidades de dinero; además, habían llegado a un acuerdo con el «Novedades» de Barcelona y con el Montepío de pelotaris.

Guillermo se adaptó bastante bien al nuevo frontón del D.F. Sus enormes facultades le permitían recorrer toda la cancha, cubrir huecos, atacar la zaga a base de bajonazos sin fallar pelota. Guillermo era el amo y señor en el recién estrenado Jai Alai de la capital azteca. Hasta que, paulatinamente, con el paso de los meses, fue jugando cada vez peor. La gran figura se estaba convirtiendo en una sombra de sí mismo. La paciencia del intendente, don Angel , se había agotado.

La vida nocturna y sus excesos estaban cobrando su pieza. Ni la compañia de su padre evitaba las correrías del de Ondarroa. El mismo Guillermo reconoce en sus memorias lo mucho que hizo sufrir a su padre. Primero en la Habana cuando tras ganar el campeonato por parejas pidió permiso a la empresa para ir ocho días de vacaciones a Miami, en realidad se convirtieron en un mes y no más por las presiones que recibió para regresar.

 

Mientras, su padre, Domingo –de apodo «Pasajeru» debido a que además de gabarrero transportando arena en la ría, en sus ratos libres trabajaba de barquero pasando gente de una orilla a la otra del Artibai– encontraba consuelo en la compañia de Ituarte, con el que paseaba por la Habana, compartiendo la soledad, la nostalgia y su afición a la pesca.

El intendente del Jai Alai, Angel Ibaceta, tenía cincuenta y cinco años y un enorme prestigio como intendente. Guillermo, años después, reconocía que no había conocido otro igual. Recto, ecuánime, cuando había que ayudar a un pelotari lo hacía, subirlo de categoría, bajarlo, sin miramientos. El interés del público siempre presente.

Nacido en San Sebastian, criado en Ondarroa, Ibaceta había debutado en Bilbao a los diecisiete años. Después llegaría a jugar en Madrid, Paris, Barcelona, La Habana, Brasil, Italia, también en el «Nacional» de México. Ejerció como intendente en la Habana en los años 1918 a 1921. Tras abandonar la intendencia del «México» fue el máximo responsable en el frontón de Lleida y en el «Urumea» de San Sebastián. Falleció en Barcelona el año 1947.

Don Angel, de aspecto serio, cabello engominado y enorme mostacho, tenía aspecto de militar prusiano. Sostenía en su mano una pipa cuando ordenó sentar a Guillermo. Cuando se encontraban a solas, hablaban en vascuence, en el dialecto de Ondarroa, así lo hicieron esta vez también.

Vino a decirle: «Guillermo, te vas a coger unas vacaciones. Vete a Ondarroa, descansa unas semanas y después te vas a jugar al «Novedades» de Barcelona, allí están deseando de volver a verte jugar de nuevo».

 

Guillermo no puso objeciones. Respetaba tanto a don Angel que lo que dijera el intendente lo asumía completamente. Él mismo reconoció que no podía seguir de esa manera, había perdido peso, estaba demacrado, la pelota en lugar de enviarla en andanadas al rebote, caía en el cuadro diez. Mucho nombre y poco juego. Recibió con alivio la notificación del intendente.

Alivio el que sintió «Pasajeru», el padre de Guillermo. Un hombre serio, imperturbable, jamás exteriorizaba sus emociones. Un hombre que sufría por dentro.

Contaba Guillermo años después que el público no entendiera el comportamiento de su padre. Extrañaba que pareciera una estatua de piedra cuando el público aclamaba a su hijo. Cómo después de un tanto espectacular, el padre no exteriorizara la más minima de las emociones. Él si tenía una explicación, sabía lo que pasaba. Sin embargo, no estaba dispuesto a rectificar.

En cierta ocasión, al poco de debutar en el «México», cuando todavía Guillermo conservaba todo su vigor, en un lance digno de ser recordado, tras un intenso peloteo, el de Ondarroa finalizó el tanto con una chula de ensueño. El público que abarrotaba las gradas, puesto en pie, aplaudía a rabiar.

Guillermo se aproximó a la red y buscó a su padre con la mirada. «Pasajeru», imperturbable, permanecía en su asiento con el cigarrillo en sus labios. Nada, ninguna sonrisa, ni gesto de aprobación, ni una simple mueca.

Guillermo sí sabía lo que pasaba por la cabeza de su padre.

Tras una travesía infernal en la que estuvieron a punto de irse a pique, un veinte de noviembre el buque Espagne atracaba en el puerto de A Coruña. La pesadilla había acabado para Guillermo, Domingo su padre y Cecilio Urizar.

Alquilaron un coche en Bilbao y padre e hijo llegaron a Ondarroa donde les esperaban la banda municipal a ritmo de pasodobles.

Guillermo descansó en Ondarroa, volvió a Barcelona como prometió a Ibaceta y, meses después, estaba de vuelta en Cuba para seguir escribiendo el guión de su propia vida.

 

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