La rusa blanca y el jamón indultado

Fue el ex puntista mallorquín Cristobal Ortiz quien me puso tras la pista. Todo salió de una conversación que mantuvimos en una comida “de pelotaris” que tuvimos en Markina. Charlábamos desenfadadamente junto a Migel Angel Bilbao, cuando Cristobal mencionó el tema de los pelotaris que jugando en China se casaron con rusas “blancas”.

Nos habló Cristobal Ortiz de una historia que había oído de labios de su padre acerca de un séquito que viajaba hacia Cádiz para embarcar. Se detuvieron en Jaén capital, en una taberna llamada: Casa Gorrión. Y de cómo en aquel grupo viajaba una princesa rusa, una mujer de una belleza extrema… y la historia de un JAMÓN… que fue INDULTADO.

Aprovechando un viaje que teníamos programado mi amigo Kapero y yo a Cádiz el pasado verano, se me ocurrió pasar por Jaén, y de paso localizar la taberna: Casa Gorrión. Lugar donde se desarrolló la historia que nos contó Cristobal Ortiz.

Intuía, no sé por qué, podía aquel pequeño grupo de Jaén estar compuesto por alguna familia vasco-rusa que tomaba rumbo, vía marítima, a otro continente, como era el caso de muchos pelotaris vascos en aquella época.

RUSAS BLANCAS

Antes de avanzar, es conveniente saber algo sobre los “rusos blancos”. Se les llamaba así a los miles de personas de origen ruso que se exiliaron de Rusia, de la zona de Vladivostok, del Lejano Este de Rusia, hacia 1922, tras la Guerra Civil rusa. Muchos de ellos se instalaron en Shanghai. Ciudad donde no se requería un visado ni permiso de trabajo. En 1937 residían unos 25.000 rusos en Shanghai.

Exiliados políticos, de ideología política centro-derecha. Se convirtieron en gente sin Estado. Desconocedores en su mayoría del idioma inglés o francés, encontraron verdaderas dificultades en la diáspora. Muchas familias dependían de sus hijas que trabajaban como taxi-dancers en las salas de baile. Las taxi-dancers alquilaban sus servicios por baile. Por cada pieza o bien comprando varios tickets. Los precios de los servicios de estas bailarinas iban en función a su popularidad. Trabajaban a comisión, por baile y por los tragos.

En 1936 (el frontón de Shanghai se inauguró en 1929) de 3000 bailarinas chinas, en los diferentes clubes de baile, unas 300 eran extranjeras. Ganaban tanto dinero las taxi-dancers, que muchas estrellas de cine se reconvertían en bailarinas de alquiler.

La presencia rusa en Shanghai era tan importante que hasta tenía su propio barrio conocido como la Pequeña Rusia, en la Avenida Joffre, en la Concesión Francesa, donde se ubicaba el Jai-Alai.

PELOTARIS CASADOS CON RUSAS

No es de extrañar que algún puntista vasco se casara con mujer rusa. Fue José Agustín Larrañaga el que me mencionó varios casos.

José Antonio Urbieta (Markina-Xemein), uno  de ellos. El que tras dejar la pelota fuera canchero del Ezkurdi de Durango.

Alfonso Bilbao, nacido en Brasil. Llegó a Markina con su esposa, rusa blanca, en 1950.

Pedro Acha Laca (Eibar). Comenzó jugando en el frontón Auditorium de Shanghai, el 2 de abril de 1932. En dicho frontón permaneció hasta que en 1944 se clausuró el frontón a consecuencia de la Guerra Civil china. Se casó con una rusa blanca. En 1949, Pedro Acha pasó de China a Manila (Islas Filipinas), donde siguió jugando hasta 1954. Murió en Eibar el año 1959.

Paulino Ituarte Elordi (Markina-Xemein). Paulino llegó a Markina procedente de China, en julio de 1947, casado con una rusa blanca, una mujer muy bella que en aquel entonces se decía había sido ARTISTA de CINE…

Estuvieron viviendo unos pocos años en Markina y se marcharon a vivir a los EE. UU.

JAEN

Fue en el mes de agosto, cuando la canícula hace estragos en Andalucía. Habíamos atravesado kilómetros y kilómetros de carretera y paisajes cubiertos de olivos. El aroma de la aceituna es tan poderoso que hasta dentro del coche, con las ventanillas cerradas y el climatizador puesto, se percibía el fuerte y agradable olor a olivo.

Por fin llegamos a Jaén capital. Aparcamos en un parking subterráneo y nos adentramos por el casco viejo. Calles desiertas. Calles estrechas diseñadas tan solo para carruajes. Casas de fachada blanca con balcones hechos de hierro forjado, de donde colgaban las plantas en macetas, como si fueran arañas.

El calor era insoportable. Siguiendo las indicaciones dimos con la calle Arco del Consuelo. En el nº 7 estaba el establecimiento. Una placa de cerámica a la izquierda de la puerta de entrada: TABERNA CASA GORRIÓN. FUNDADA EN 1888.

Una vez dentro. Forzando la vista en la penumbra, el local parecía desierto. A la izquierda, la barra, un hilera de taburetes junto al mostrador. Cuatro lamparas encendidas. Las paredes llenas de cuadros, fotografías, posters. Varias mesitas al otro lado del salón. Más cuadros en las paredes. El ventanal que daba a la calle apenas permitía el paso de la luz exterior. Sí lo suficiente para que nos percatáramos que en una esquina, colgaba del techo, dentro de una vitrina, un jamón. Allí estaba, indiferente al paso del tiempo, el jamón al que hacía referencia Cristobal: el jamón que fue INDULTADO.

Kapero y yo nos miramos con una sonrisa de complicidad. Pues sí, era cierta la historia del mallorquín. Allí, delante de nuestras narices estaba la prueba.

En un principio pensamos que no había nadie en el local. Ni camarero alguno. Forzando la vista dimos con un grupo al fondo, charlando.

Uno de ellos, un hombre delgado, seco como un bacalao, de cara arrugada y piel oscura. Vestía una chaqueta blanca y pajarita negra. Se aproximó y nos dijo qué es lo que íbamos a tomar. Pedimos dos cerveza. Enseguida nos reconoció como vascos.

“No era aquel”, nos dijo, “lugar donde recalan muchos vascos. Pasan de largo, camino a la costa de Cádiz”.

Permanecimos  callados.

No habíamos tomado dos sorbos de cerveza cuando uno de los tres parroquianos vino hacia nosotros. Tan delgado como el camarero. La nariz afilada. Vestía un traje “príncipe de gales” con una corbata gris. Un pañuelo de seda, gris también, colgaba en el bolsillo de la solapa. Zapatos de charol. Las manos entrelazadas a la altura del ombligo. Un hombre al que me era imposible calcularle la edad. 70 años, 80 tal vez; o más, muchos; sí, probablemente, muchos más.

En un andaluz cerrado. Se presentó como Paco Lopez Ortiz, nieto del fundador, don José María López Cruz, de la Taberna Gorrión.

Le comentamos que veníamos atraídos por la historia del “jamón” —señalándole con el dedo la pata de cerdo que colgaba del techo— y una mujer rusa.

El caballero andaluz sonrió.

“Hace muchos años, yo regentaba este negocio, se presentó en la taberna un pequeño grupo. Eran vascos. Como ustedes. Al principio los tomamos como extranjeros. Vinieron acompañados por un buen amigo mío”.

“Perdone, señor”, le interrumpí. “Me permite que grabe la historia”, señalándole  el teléfono móvil.

El hombre asintió con la cabeza y continuó con su historia…

“Me los presentó un amigo y me pidió que los atendiera en un lugar discreto. Los bajé a la bodega. Entre ellos, acompañado por su marido, venía una hermosa mujer…¡Parecía una artista de cine!

Nada más verme, me miró a los ojos de una manera que me hizo temblar.

  Era rubia, no muy alta, pero esbelta como un junco y elegante como la torre de las campanas. Sus inmensos ojos azules me calaron hasta donde ya no sabes distinguir si eres tú o el vacío. Se me secó la garganta y tuve que esforzarme para no salirme de mi sitio.

Debió de darse cuenta de mi situación y sonriendo como una diosa, bajó los ojos y me liberó para que pudiera servirles lo que me habían encargado. Pasaron casi dos horas charlando a media voz y, en una de las ocasiones en que bajé a servir, con una cara de ángel que llenaba el corazón de agua fresca, se dirigió a mí para decirme en un entrecortado y gracioso chapurreado de español, mientras se señalaba una mancha sobre el precioso pecho derecho, que “la pata de cerdo” colgada en el techo le había dejado caer una gota de grasa y le había manchado el vestido.

  

    No supe cómo reaccionar; miré a mi amigo, luego a su marido, un vasco de pocas palabras, quien, con un gesto, me indicó que no me preocupara, y le ofrecí si quería subir a la casa a quitarse la mancha. No me entendió y, cuando su esposo se lo tradujo, sonrió, se levantó de la silla y, mirándome a los ojos de una manera que me volví a quedar sin resuello, – ¡Vamos!,- me dijo, mientras echaba a andar hacia la escalera.

    Subí tras ella aspirando el encantador perfume que exhalaba y recreándome, sin poder remediarlo, en aquella preciosa silueta que se cimbreaba ante mis ojos.

   La guié hasta la casa, entró sin remilgos y se sentó donde le indiqué. Busqué el quitamanchas y el cepillo de la ropa. Me acerqué a ella y se lo ofrecí. Ella, sin levantarse de la silla, me indicó que lo aplicara yo sobre la mancha, elevando su pecho hacia mí. Al verme un poco cortado, -¡Ánimo, hombre!,- me dijo, en tanto que sonreía con aquella sonrisa divina que se me colaba hasta los últimos rincones de mi cuerpo.

    Mojé la toallita con el quitamanchas. Suavemente, comencé a frotar el tejido manchado, bajo el cual me pareció sentir el latido de aquel pecho; notaba su acompasada respiración y la tersa blandura del seno que se erguía desafiante. Le eché a la mancha un poco de talco para que se secara para cepillar los polvos.

Sonrió, se levantó y, antes de salirse hacia las escaleras, se acercó a mí, alargó sus manos hasta mi cuello y, con su cara junto a la mía, atravesando mis ojos con los suyos, me dijo:

    “Eres muy guapo”, y me besó en la mejilla.

  Cuando me di cuenta de donde estaba, ella ya se había bajado con sus amigos a la bodega. Descendí hasta allí, dejé el cepillo a mi amigo para cuando se secara la mancha y lancé al jamón que la había manchado la mirada más agradecida que nunca nadie pudiera pensar.

Algunos días después de aquello, mi amigo me dijo que aquella preciosidad de mujer era una princesa rusa acompañada por varios vascos y que pasó por Jaén, camino de Cádiz, desde donde se marchaba a los Estados Unidos”.

Como podrán suponer, nos dijo. Aquel  mismo día decidí INDULTARLO, señalando el jamón que colgaba del techo dentro de una vitrina”.

   He de confesar, que allí, en Jaén, a tantos kilómetros de casa, escuchar de los labios de aquel caballero andaluz la historia de la rusa y el jamón indultado –que arrancó en Markina, en una sobremesa– fue una experiencia fascinante de la que estaré eternamente agradecido a Cristobal Ortiz, ex puntista mallorquín y amigo.

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