Crónicas desde Florida (1)

Hollywood, Florida
10-11-2021

Mi querido Félix
Como te prometí te mando la primera crónica desde esta parte del mundo tan alejada de tu país de la Zurriola. Esta es una tierra donde todo es a lo grande, los coches, las distancias… y todavía hace mucha calor. Pero déjame que te cuente.
Son las dos de la mañana. Me he despertado después de dormir cinco horas de un golpe, pero con la sensación de haber dormido 15 horas. No es de extrañar después de haber hecho un viaje de casi diez horas. Más un Bilbao-Madrid y, después de haberte levantado a las cuatro de la mañana.
Sabes, hacía fresquito a esa hora en Donostia, nueve grados marcaba un luminoso antes de adentrarme en el puente sobre el Urumea camino de casa a la estación de autobuses. Las calles estaban desiertas salvo un pescador en mitad del puente lanzando su caña. La ciudad dormida, algo que os entusiasma a vosotros los poetas, es una manera diferente de ver y sentir la ciudad, aunque sea a la carrera y arrastrando dos maletas.
Llegamos a Loiu con dos horas de antelación. Por si las moscas. Facturamos las maletas hasta Miami y nos vamos a tomar un café. En Loiu raro es no encontrarte con algún conocido. Esta vez ha sido el que fuera gran pelotari, Atain de Markina. No hemos coincidido en la misma generación, pero transmite la sensación de persona “jatorra”, noble que decimos en euskera. Un tipo con el que potearíamos con la cuadrilla de Gros con toda la naturalidad del mundo. Él viaja por motivos laborales, nosotros, sin embargo, nos vamos de vacaciones a estar con parte de la familia.
¿Quién me hubiera dicho después de 32 años, que volví de los EE UU, que iba a regresar en estas circunstancias. La vida, como bien sabes Felix, da muchas vueltas y a los que hemos sido pelotaris, unas cuantas.
En el aeropuerto de Barajas me siento como Paco Martínez Soria. ¿Te acuerdas de él? Franquismo. Emigración a tope: “Vente a Alemania, Pepe”.
No es el aeropuerto que yo conocí cuando viajé por primera vez a Florida, hace 48 años. Si no llevas un guía, un GPS, o un instinto por moverte en un enjambre, puedes pasarlas canutas para llegar al sitio donde está el avión de Iberia que te va a llevar a tu destino. Más cuando tienes una hora de margen entre la llegada y salida de tu vuelo. Menos mal que Mertxe, mi mujer, controla este tema también, y me llevó por la terminal a puerto seguro.
El avión va lleno hasta las cartolas. La víspera abrieron las fronteras para los visados de turista, y la gente no quiere esperar. Son casi diez horas de vuelo y hay que tomarlo con calma. Un rato leyendo, otro viendo alguna serie en una pequeña pantalla delante de tus narices, en el respaldo del asiento delantero.
Me levanto cada media hora, haya turbulencias o no. No sé si es la ciática, una hernia discal de los tiempos gloriosos, lo que sea, me tengo que levantar y caminar por el pasillo. al fondo hago unos estiramientos. La azafata sonríe. Están acostumbradas, pienso. Llega un momento que tengo que disimular, como que voy al baño, a pedir un café. No se puede tener 65 años sin secuelas de años y años de lanzar la pelota contra el frontis. Daños colaterales.
La pinche pantalla delante de la napia, me da la posibilidad de informarme en qué punto del viaje va el avión. 14.000 kilómetros, 12.500, 6.300… faltan ocho hora para llegar a destino… 6 y media… exceso de información. Opto por cambiar de opción porque se me va a hacer eterno.
Por fin aterrizamos en Miami. Yo me esperaba una salva de aplausos en cuanto el monstruo tocara tierra, pero no, ni por esas Félix, ahora no aplaude ni Dios. Será que nos hemos convertido todos en ateos de golpe y confiamos tanto en la ciencia que la posibilidad de estrellarnos no la contemplan ni los creyentes.
La cola es enorme para pasar el trámite de inmigración. Será por lo después del 11-S. Vas haciendo fila en zigzag, como en Disney. Después de diez horas en el aparato volador, caminar es un alivio, aunque sea cada pocos metros. El funcionario (no tiene aspecto de latino) me recibe con una sonrisa, buena señal, pienso. Le entrego el pasaporte y los certificados covid. Me pregunta si soy médico. “Are you a doctor?”. “No, I´m not”, le respondo. Después de escuchar mi acento, pasa al español. No me extraña, son 32 años sin hablar inglés. Imagínate. Me dice que tengo que ir abajo, a otras dependencias. Compañeros suyo me atenderán (voy con visa de residente inmigrante). Ya empezamos, pienso. Ya me conoces. Mi imaginación se dispara. Me veo en un cuartucho, tres tipos delante con cara de pocos amigos. Interrogatorio al canto.
“¿A dónde va? “¿De qué piensa vivir”? ¿Le han detenido alguna vez? ¿Es usted comunista?”… ¿Conoce usted a un tal Félix de la Zurriola?” (No, esto ultimo no, aunque nunca se sabe, la CIA y todo eso).
Bajo una escaleras. Veo un policía de pie en un pasillo. Le explico, primero le pregunto si habla español. Enseguida me doy cuenta que es una estupidez. En la placa dice que se apellida Rosario, de tez más morena que Enrique Talavante. No, no creo que lleve muchos años en el país. Estoy en Miami.
“Por supuesto que hablo español”, el acento se me hace tan familiar, cercano y, a la vez, tan unido a aquellos tiempos en los que, cuando hablaba con un cubano por primera vez, me daba la impresión de que me conocía de toda la vida.
“¿Viene como residente al país por primera vez?. ¡Bienvenido!”, lo acompaña con una gran sonrisa en los labios, orgulloso de notificarme que me ha tocado la lotería. Porque esa es otra, Félix, medio mundo mataría por colarse en en esta país como residente.
En un mostrador hay cuatro policías de inmigración. Todos hablan entre ellos en español-cubano. Uno de ellos me pregunta en qué me puede ayudar. Mis temores se han disipado. El tono es amistoso. Nada de cuarto oscuro y tres tipos haciendo preguntas. Me habla, cómo no, en español,, parece que me estaba esperando.
“Espérese ahí sentado, luego le hago un par de preguntas”, me coge el pasaporte. Esto tiene buena pinta.
A los pocos minutos me llama. “¿Dónde va a vivir?” La dirección de la casa de Jon la traigo aprendida de memoria. Tengo que trasmitir sensación de seguridad.
“Ok. Ya puede usted sacar su aidí (carnet de identidadID), permiso de conducir y trabajar… Enhorabuena”.
Me largo más contento que unas castañuelas. No porque pueda trabajar, sino por dejar atrás mis temores. Lo mejor del viaje me estaba esperando a unos metros.
Una nieta de cinco años que no has visto, fisicamente, en casi dos. Un nieto, Ander, de 14 meses que no conoces más que virtualmente y te recibe con una sonrisa que compensa tanto tiempo de ausencia.
“Ongi etorri aitona y amona”, se acerca Lorea con una pancarta hecha por ella, con unos dibujos en los que nos representa. Casi me derrito. La vida, Félix, aunque a veces a los poetas os cueste reconocer, es a menudo bella, y más en ocasiones como ésta.
En el exterior hace un calor del carajo (empiezo a hablar cubano). Esto es Florida. Los coches enormes y el tráfico por la autopista 95, es infernal. En un trayecto de 20 minutos, hemos tardado cerca de una hora. Nada más salir del aeropuerto, he visto el edificio del Miami Jai-Alai. Un caserón de casi cien años al que le han quitado el distintivo de Jai-Alai y ahora sólo puedes leer: Miami Casino. No me hagas llorar.
He traído de Euskadi unas pastillas contra la nostalgia. Me las recomendó la doctora. Que tengo que cuidar mi salud emocional (lo de la ciática que no tiene remedio). Tengo que tomar una al día y, según el acontecimineto, dos. Me va a hacer falta en las semanas que me esperan.
Rendido pero feliz, dispuesto a pasar el jet-lag (así lo llaman los famositos que viven Miami). No hay prisa, no pienso buscar trabajo, más que escribirte unas cuantas crónicas “desde Florida”.
Hoy en Dania Jai-Alai juegan matiné y noche. Voy a tomar dos pastillas en vez de una. Me dijo el doctor que para la depresión también sirven.
Hasta la próxima, Félix, saluda a los de Casa Bergara, a Cloty, a los del Ezkurra… hasta la próxima.
Un fuerte abrazo.

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