Decía Gabriel Garcia Marquez que “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Hay un pasaje de la huelga del «88» que no sé a santo de qué me ha venido a la memoria. Lo recuerdo de la siguiente manera. Era el verano de 1988. Hacía un calor húmedo, pegajoso, como el que suele hacer en Connecticut los meses de julio y agosto. El frontón de Hartford estaba funcionando con esquiroles desde el mes de mayo. A veces, algunos pelotaris de Bridgeport íbamos a Hartford a hacer piquete, como refuerzo y gesto de solidaridad.
La escena que uno se encontraba al llegar a Hartford era la misma que en Bridgeport. Un grupo de pelotaris ataviados con el uniforme de IJAPA, gorra roja y chaqueta del mismo color, carteles sobre el pecho en los que se podía leer Players On Strike (pelotaris en huelga). Un retén de la policía custodiando el piquete. Un goteo de automóviles entrando y saliendo del recinto del frontón. Hasta ahí ninguna diferencia con respecto al piquete de Bridgeport o Newport. Sin embargo, sí había un elemento diferenciador. En Hartford sonaba una música de unos altavoces instalados en una farola situada justo donde hacíamos piquete, en la entrada principal. Lo curioso y lo perturbador de esa música era que se trataba de la misma pieza repitiéndose una y otra vez.
Una maniobra de guerra sicológica utilizada por militares y en nuestro caso por el dueño del frontón, Mister Berenson. Presumiblemente con el fin de asquearnos, minarnos la moral. Hacer de aquella estancia algo insufrible. En definitiva, un método de tortura más que de persuasión.
Al año siguiente, 1989, los americanos invadieron Panamá en una operación a la que llamaron: «Causa Justa». El objetivo era derrocar al general Noriega y hacer que se entregara. El dictador se refugió en la Nunciatura de Panamá, en la casa del guipuzcoano monseñor Sebastián Laboa. Los militares estadounidenses rodearon el edificio e impideron la salida o entrada de cualquier persona. Al percatarse de que el general Noriega no iba a salir voluntariamente, los militares americanos realizaron una táctica de guerra psicológica: tocaron heavy metal, Highway to Hell (Autopista al Infierno) una y otra vez a través de unos altavoces inmensos que rodeaban a la nunciatura sin interrupciones por tres días, hasta que el Nuncio, Sebastián Laboa, logró convencer a Noriega para que se entregara a las fuerzas que rodeaban el edificio
Yo no recuerdo cual era la pieza que sonaba de aquel altavoz en la parte más alta de la farola situada justo donde hacíamos piquete. Sí recuerdo que ese día era un domingo de verano, que hacía un calor terrible, pesado, húmedo. Y que de pronto se desató una tormenta. Cayó un chaparrón tremendo, ensordecedor hasta tal punto que la canción de marras no se percibía por el ruido de la lluvia. Duró unos veinte minutos. Nos empapamos, calados hasta los huesos. Pasó la tormenta y salió el sol y volvió el calor. La musiquilla , la misma pieza, seguía sonando a través del altavoz. Los que allí estábamos, unos quince pelotaris en huelga, sentimos una sensación de euforia, un inexplicable contagio, y nos pusimos a cantar. El Eusko Gudariak que salió de nuestras gargantas acalló por completo la proveniente del altavoz.