Dos golpes de muñeca

Zalduondo, la llanada alavesa. Una aldea más de las muchas que pueblan la provincia de Araba. Me desvío hacia Araia, al cabo de un kilómetro la señal de Zalduondo marca hacia la izquierda. Allá me dirijo, un grupo de unos diez o doce ciclistas primero; otros tantos más adelante ocupan gran parte de la calzada. Son veteranos, gente jubilada que se junta para hacer ejercicio, supongo. Estas carreteras llanas y de poco tránsito son ideales para andar en bici. Siento envidia.

Unos chalets recién construidos, primero; casas señoriales después, antiguas, bien cuidadas. «El bar está junto a la iglesia», me habían comentado. Ya lo veo: «Bar Imaz», lo tengo. Incluso veo su figura trajeada sentado delante de una mesa, es él. Aparco el coche justo delante y me adentro en el bar. La barra a la derecha, las mesas a la izquierda, la amplia cristalera permite que la luz matinal inunde el local. Le toco en un hombro, se gira, y me regala una sonrisa. ¿»Qué tal estás…? le digo. No me ha oído, por su sonrisa se que se alegra de verme, es suficiente.

Hace cuatro años que no nos veíamos, mucho tiempo para alguien que se arrima a los noventa años. Hace un par de años que estuvo a punto de irse al otro barrio, pero no, le dio la vuelta, bueno, media vuelta mejor dicho. Luce bien, su aspecto es bueno, ayuda que vaya elegantemente vestido, siempre lo ha hecho. Conserva ese porte aristocrático, es una seña de identidad suya. Las tostadas y el zumo de naranja sobre la mesa indica que, Cristina, su compañera, le cuida bien. Dicen que la edad del hombre son los años de su pareja, en este caso el veterano pelotari al que visito tiene unos cincuenta.

Es uno de los ex pelotaris vivos que cuenta más años. Nació en Brasil –su padre jugó allí– y debutó en Tenerife. Zaragoza, Mallorca, Miami, Italia, México, Cuba… vendrían después. Artista dentro y sobre todo, fuera de la cancha. Exponente máximo de la bohemia pelotaril, ejerció como pelotari y alimentó el estereotipo de gente vividora, despreocupada, activistas sin pretenderlo del «carpe diem». Gran amigo de Guillermo y de todo aquel que quisiera sacarle jugo a la vida sin preocuparle el después. Aquí y ahora, «a su manera» como cantaba Sinatra.

La conversación no fue fácil, hay que hablarle al oído y levantando la voz como lo hace un zaguero para dar indicaciones al delantero. Entonces arranca y recurre al desván de la memoria y como todo pelotari en el tramo final de su carrera, cuando las piernas no responden, llega tarde, la pelota ha pasado y la conversación se convierte en todo menos placentera.
Sin mediar palabra se levantó. Volvió con una caja llena de fotografías, las dejó delante para que les echara un vistazo. Fotos de Canarias, Cuba, la mayoría de Florida, celebraciones navideñas, «parties», fotos en bañador en la playa, excursiones de pesca… Un contrato de Miami del año 1952: el boleto, 5 dólares al ganador, 3 al segundo, 2 al tercero… Vaya reliquia (si pillara esto y el resto «Totolo» Urrutia, me viene a la cabeza).

Del bolsillo interno de la chaqueta extrajo un sobre. Lo abrió y fue depositando de una en una cada foto. Fotos de mujeres hermosas, espectaculares, rubias, morenas, alguna de rasgo oriental… «Y ésta», le pregunto señalando a la preciosidad. «Nancy», me contesta. A continuación muñequea la mano derecha en un gesto muy peculiar entre los pelotaris dando a entender que hubo… pasión.
«Y esta morena»…, le señalo la foto de una chavala de aspecto italiano, preciosa. «Grabiela», sin dudar un segundo. Así fui contemplando y señalándole foto tras foto, más de una docena, y él, el viejo pelotari, contestaba con un nombre y dos golpes secos de arriba abajo a su muñeca derecha. Nosotros nos entendíamos, lenguaje corporal, lenguaje de signos entre pelotaris.

Picamos algo a eso de las doce, un gazpacho, chorizo, unas gambas crudas marinadas, deliciosas, vino blanco de Rueda (le encanta el vino de Rueda). Me despido. «Me tengo que marchar, por la tarde a trabajar», le grito al oído. «¿No te quedas a comer»?, me dice.

Desde mi auto veo su elegante figura a través de la cristalera. Sigue sentado, las fotografías desparramadas sobre la mesa. Hay unas que va separando, las mete en un sobre aparte. Hago sonar el claxon y le hago un gesto de arriba abajo con la muñeca, dos golpes. Sonríe y repite el gesto: dos golpes secos de muñeca. Nos entendemos.

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