El susto metido en el cuerpo

 

Tras una partida de golf nefasta. Intento olvidarlo. Me refugio en la escritura. Voy a la cafeteria del club. Al poco llega una cuadrilla de jugadores locales. Vienen de jugar en Larrabea, Araba. Hablan todos a la vez. Piden cervezas y alguno un chupito de orujo. No hay manera de concentrarse. Cojo la tablet y me voy al coche. En el mismo parking del campo de golf. Tengo tiempo. En los alrededores del campo de golf reina el silencio. Es un sitio tranquilo. Un sanatorio.

No lo puedo evitar, este lugar me trae a la memoria la escena de un crímen. La del dueño de World Jai Alai en los años setenta. Roger Wheeler acababa de jugar su partida en su club de golf en Tulsa, Oklahoma. Tras la ducha y después de tomarse un wiski en la cafetería del clubhouse con un compañero de partido. Se encaminó a su coche, un Cadillac Seville. Nada más sentarse, sin apenas tiempo de abrocharse el cinturón. Se le acercó un sicario con una barba postiza. Sin mediar palabra le descerrajó tres tiros a quemarropa con una pistola del calibre 22. Roger Wheeler, el dueño de la compañía a la que yo pertenecía, tenía 52 años.

Intento olvidar el caso. Me tengo que concentrar. Premeditadamente, desvío mi pensamiento y me voy al hoyo 5, es mi segunda vuelta en este campo de 9 Hoyos. Un saque espléndido a mitad de la calle. Aproach y put, pienso, si lo hago, bien… Aprocho pero la bola pasa el green hasta el antegreen. Vaya. Tres pats… al final. Mi mejor hoyo en toda la tarde. Mi juego no tiene remedio.
Saco una foto de mi amigo Bundini y la pongo delante, encima del salpicadero. Me motiva, me inspira.

Toc-toc… unos golpes en la ventanilla. Levanto la mirada y veo un tipo de aspecto siniestro. La cabeza rapada, barba de tres días y unas cejas enormes, pobladas a lo Tosar. De hecho, al primer vistazo, parece un hermano gemelo de Luis Tosar. Lleva una chupa de cuero con las solapas levantadas. La mirada es amenazante. Esto es un atraco, pienso. Un escalofrío recorre primero mi nuca y después baja por la espalda.
Me quedo paralizado.
Se repite el toc… toc.. Con la mano hace ademán de que baje la ventanilla. Trato de pensar. ¿Qué haría Bandini en estos casos? ¿Y Bukowski? Presenciamos hace años, en Tampa, Florida, cómo se enfrentó Bukowski, el Ogro, a dos tipos que se le presentaron en su casa. Nosotros, Sebastián (Arrruabarrena) y yo fuimos testigos, desde nuestra cocina, justo frente a su casa, cómo derribaba el viejo a una de las dos moles de un gancho de izquierda. Al tiempo que les gritaba: «Ask the dust!». Preguntarle al viento. Los dos esbirros desaparecieron por la calle Chapin a bordo de un Buick, quemando ruedas.

¿Que qué haría Bandini? Seguro que salía del coche y se enfrentaba al tipo. Un escritor de su categoría tenía que ser valiente. Uno capaz de crear o reproducir semejantes personajes, no se podía achantar ante un mierda como el que tenía delante. Pero yo no soy Bandini, yo soy un cobarde. Inmóvil en mi asiento, incapaz de reaccionar.

«Abre la ventanilla o te dejo seco», suena ronca, le oigo decir a duras penas. El tipo de las enormes cejas tiene la mano derecha metida en la chupa de cuero a la altura del corazón.
Abro la ventanilla. «¿Qué pretendes escribir?» es lo primero que me pregunta. Tengo en el asiento del acompañante unas notas escritas a mano. Un soplo que he recibido de alguién de dentro de la organización del Campeonato del Mundo de pelota que se disputa en Barcelona. De cómo varios directivos del Comité Central quieren derrocar al triunvirato que dirige en la actualidad los destinos de la Internacional. Las pretensiones de G. Angulo para llevarse la próxima edición, 2022, al Madrid Arena y de paso abortar las pretensiones de Gerard Piqué y su copa Davis. Papeles comprometedores sobre la financiación de la actual edición…

«Ni se te ocurra escribir sobre Barcelona», levanta el dedo amenazante. «Si quieres seguir respirando, deja a un lado cualquier historia sobre la Internacional».
Recupero la compostura. Este mamarracho me va a decir a mi, qué escribir y qué no escribir. Yo, discipulo del gran Bandini. Sí, de acuerdo, pelotari del montón en su día, pero ahora destinado a la gloria de las letras. Me resisto a ceder al chantaje. Bukowski no lo hubiera permitido, ni tampoco el gran Bandini.

Permanezco quieto, en silencio. Necesito ganar tiempo. Diseño la estrategia a seguir. Voy a a abrir de golpe y porrazo la puerta. Me voy a abalanzar sobre él al tiempo que empiezo a gritar. Llamaré la atención. El tipo se asustará y si no. Si me pega dos tiros, al menos apareceré en la prensa como un héroe, un escritor que no cedió al chantaje. Alguien de quien se sentirían orgullosos tanto Bukowski como Bandini. Sí, eso es lo que haré.

De pronto se oyen unas voces. Cada vez más cercanas. Es el grupo de jugadores locales que han pasado el día jugando un torneo en Larrabea. Se dirigen a sus coches, muy cerca del mío.
El tipo de las enormes cejas, a lo Tosar, vuelve a introducir en la chupa de cuero la pipa que tenía en la mano. Se larga dando grandes zancadas. Monta en un Citroen de color negro y sale cingando hacia el exterior de los terrenos del club. No sin antes llevarse de por medio la barrera de acceso.

Respiro hondo. Varias veces. Necesito pensar. Recomponerme. Miro las notas que tengo en el asiento del acompañante. Ya no están.
El sábado finaliza el Campeonato del Mundo de Pelota, en Barcelona. Con la final del partido de cesta-punta, entre Francia y España. Yo estaré en Markina-XEMEIN, a esa hora. En la comida de los pelotaris.

La próxima edición del Mundial, 2022, será en Biarritz, Lapurdi (France). Lilou Echeverria se ha llevado el gato al agua. Cauzabon, el reelegido presidente, es nacido en la misma villa. Garcia Angulo se queda sin su Caja Mágica. Y yo no quiero saber nada sobre Barcelona-2018. Tengo el susto todavía metido en el cuerpo.

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