Tiros en el frontón México

Magaña estaba harto de vivir en la clandestinidad, sin noticias de Cloty y semanas encerrado, custodiado por dos frailes franciscanos, eran para volverse loco. Más para un hombre de acción. El trato exquisito en casa de los Pradera, las tertulias literarias… desmontaba la Luger, la engrasaba y la volvía a montar con los ojos cerrados, como se ata una cesta, mecánicamente. Pasaban los días y él los contaba. Interminables. Necesitaba salir, respirar el aire contaminado de la gran urbe, el ruido del tráfico, la bulla de los vendedores ambulantes. Irse de parranda. Anticipar el peligro y esquivarlo, como lo había hecho en innumerables ocasiones.
Las visitas de Paco Turrilas, además, eran un acicate para salir de la madriguera y recorrer el D.F. Acudir al frontón.
No conocía el frontón México y tenía ganas locas de conocerlo. Más de una vez estuvo a punto de firmar un contrato para jugar en la capital azteca estando en La Habana. La meta de cualquier pelotari de élite era triunfar en ambos frontones: La Habana y México. Si no lo conseguías, jamás serías uno de los grandes. Magaña nunca fue uno de los grandes, al menos dentro de la cancha. A lo más alto que llegó fue a jugar partidos cojos, aprovechando que las figuras estaban en Miami.
Paco Ignacio Taibo II, el escritor de novela negra, le comentó a Magaña que si decidía ir al frontón anduviese con cuidado. Sus contactos en Gobernación le tenían informado de que los servicios secretos cubanos tenían a sus hombres dispersados por el D.F., en su búsqueda. La relación entre los dos gobiernos, el cubano y el mexicano, era excelente. Si lo pillaban, lo deportarían. Y si lo hacían, acabaría fusilado contra el paredón, en La Cabaña.
Otro factor a tener en cuenta era que López Cossidó, el dueño del frontón, se enfrentaba a una huelga inminente de sus empleados, a los que debía seis meses de sueldos y, por lo tanto, el jai-alai estaría lleno de gorilas dispuestos a reventar cualquier indicio de protestas o de piquetes.

Turrillas, que era un echado para adelante, le dijo que estuviese tranquilo. Dentro del frontón no había cuidado, una vez sentado en las gradas nada había que temer. Además, los dos irían armados. En caso de peligro siempre se podía contar con el auxilio de los dos frailes.

Quedaron en ir a la función del sábado noche. Estaba en curso un campeonato por parejas y esa noche se llenaría el frontón; pasarían desapercibidos.
“Vas a ver jugar a dos pelotaris mexicanos increíbles”, le comentó el director de CANCHA a Magaña.
“Uno de ellos, Carlos Izaguirre, “El Loco”.
Es un pelotari elegante como pocos. Precioso al jugar. Cada enceste suyo un dechado de perfección y de armonía. El cuate debutó en Vigo junto a otros pelotaris mexicanos. “El Loco” siempre está de buen humor. Muy fuerte. Eso sí, gasta energías y billetes a mansalva. La estancia en Vigo le costó una fortuna a su padre. Un chaval aún, disponía de coche. Casi siempre rodeado de chavalas. En cierta ocasión, en Vigo, se le fue el coche en una curva y se metió en un prado lleno de vacas. Mató a una de ellas. El dueño de la vaca los llevó a él y a la chica que lo acompañaba a comisaría. “El Loco” apurado, le mandó un telegrama a su padre:
“Papá, maté una vaca. Urge mandes dinero”.
Su padre no le mandó dinero, sino la siguiente contestación:
“Si mataste vaca, cómetela”.

Estallaron en carcajadas dentro del taxi que intentaba abrirse paso por Reforma.
La plaza de la República era un hervidero de coches y de gente. Los aledaños del frontón estaban a reventar. Colas de gente a la espera para conseguir una entrada de reventa. El cartelón en una de las entradas del palacio de la pelota anunciaba un estelar de campanillas: Ibarlucea III y Berrondo II contra Salsamendi III y Guillermo.

“¿Estaba Magaña nervioso después de estar encerrado tres meses?”

Por supuesto, por doble motivo. Era su primera aparición en público. Ardía en deseos de verse rodeado de gentes en un ambiente que adoraba. Los pelotaris cuando pisan las gradas de un frontón, como espectadores, sienten un cosquilleo, una excitación. Una sensación de encontrarse como pez en el agua. Entrar a vestuarios, saludar a los amigos. Sobre todo si se trata de un día señalado, una función de gala con las máximas figuras en la cancha.

¿Estarían mezclados entre el público los sicarios de los servicios secretos cubanos. El Coreano pisándole losa talones?

Había varios tipos de tez morena, miradas amenazantes, con pinganillos en los oídos, trajeados con trajes baratos, apostados en las entradas. Saltaba a la vista que eran los hombres de López Cossidó, listos para partirle la madre a cualquiera, en caso de necesidad. Esa noche tan especial había que evitar cualquier incidente que empañara la imagen del frontón. A partir del lunes, que hicieran lo que les viniera en gana. Les darían en toda la madre. Magaña los miró con recelo. Turrillas se acercó a uno de ellos, al que aparentaba ser el jefecito, y le metió algo en el bolsillo a la altura de la solapa.

“Ándele, güey, váyanse a la chingada, a tomarse unos tragos. Dejen de joder”.

Entraron con un pase especial y se dirigieron a sus localidades acompañados por un muchacho que hacia labores de acomodador. Magaña sentía un cosquilleo, una mezcla de excitación y de temor. Una vez sentado en su localidad, no pudo evitar barrer con la mirada los alrededores. Un acto reflejo. Un mecanismo de defensa, propio del hombre acostumbrado a desenvolverse en tierra hostil. Atento a cualquier movimiento sospechoso. Listo para desenfundar la Luger y abrir fuego si las circunstancias así lo exigían. Nada anormal llamó su atención. Las butacas las ocupaban hombres y mujeres elegantemente vestidos. La burguesía, la gente guapa del D.F. se encontraba en el jai-alai, el lugar de moda. En el palco presidencial, además del dueño, López Cossidó, estaba la mujer del presidente del PRI acompañada por varias damas. Pegados a la red, el coro de corredores a grito pelado cantando las apuestas. El público, ahora sentado, ahora de pie, animando o increpando a los pelotaris. Zenón Magaña, meses después, se sentía como en su casa. El frontón México no era el de La Habana, pero se parecían mucho.

Hizo un esfuerzo para concentrarse en la cancha. Vio a uno de los pelotaris encestar una pelota difícil en una postura inverosímil.
“¡Vaya churro!”, exclamó..
“Espera, espera”, le contestó Turriillas.
Roberto Montes de Oca era un pelotari matazagueros. Un secante. De esos que acaba con los zagueros y con la paciencia de los espectadores. De posturas regular, atrabancado jugando. Parecía que iba a perder la pelota y sin embargo, la pelota acababa dentro de la cesta. Bote-pronto, bote-corrido, derecha, de revés, arriba, por abajo. Lo fácil lo hacía difícil y viceversa. La locura vestida de pelotari.
Montes de Oca era capaz de encestar ese tipo de “churros” en más de 15 ocasiones a lo largo del partido, como pudo comprobar Magaña.
En Montevideo, el año 1955, fue campeón del mundo aficionado formando pareja con otro mexicano: Alfonso López.

Le interrumpo al inspector Garret.
“¿Te acuerdas de Ispa, que jugó en Tampa y después en Hartford?
¡Qué seguridad la suya! Sus posturas también era trabadas. Feo para verle jugar, de poda pegada; sin embargo, qué manera de meter pelotas. Era capaz de encestar la pelota que venía pegada a la pared izquierda, detrás de la pintura. No perdía una”.

El “Loco” Izaguirre que jugaba en contra De Montes de Oca, también hacía de las suyas. Elegante pero alocado. Le echaba el cazo a todo lo que pasara a su alrededor. A cada pifia el público lo abroncaba; pero a él, parecía darle igual, seguía con su cacería particular.
Se acabó el partido y lo ganó la pareja que conformaba Montes de Oca. El espectáculo lo puso “El Loco”, pero, una vez más la victoria fue para el pelotari-milagro.
A continuación, saltó a la cancha primero Guillermo y se armó el belén. Estaba visto que el público buscaba provocar al “Monarca” de Ondarroa. No tardaron en irrumpir los tres pelotaris restantes. El partido largamente esperado. Paco Berrondo, Berrondo II, acompañado de “Tarzan” Ibarlucea se enfrentaban al “Jorobado” Salsamendi III y Guillermo en la zaga.

La rivalidad entre dos zagueros marcó la agenda del jai-alai varios años. El todopoderoso Guillermo y Berrondo. Dos estilos de pelotaris completamente distintos. Dentro y fuera de la cancha. La personalidad exuberante del “Monarca” le proporcionó un lugar privilegiado en la historia del deporte vasco. No ha ocurrido lo mismo con Paco Berrondo, nacido en Barcelona. La critica pelotazale de la época no dudaba en señalar que el catalán tuvo más juego que Guillermo.
Berrondo era derechista nato. Guillermo, revesista puro. Guillermo tuvo más nombre, fue más espectacular. Andaba más en la cancha. Saltaba y corría más y, sobre todo, gritaba más.

Paco Berrondo fue un pelotari fino, inteligente, al estilo de otros grandes derechistas como Navarrete y Charra Gutierrez. Tenía el enceste fácil, mucha colocación, gran bote-corrido de derecha y trasteo de la pelota. Su escuela era clásica.
El catalán jugó en infinidad de frontones: Barcelona, La Habana, China, Miami. Guillermo y Berrondo se enfrentaron en la cancha en más de 50 ocasiones. La rivalidad entre los dos pelotaris era tremenda.
Guillermo, como revesista, gustaba de jugar con pelota muerta. Berrondo, al contrario, cuanto más saltarina, mejor. El de Ondarroa (Bizkaia) cuando no encontraba pelota de su gusto en el cestaño armaba la marimonera:
“¡Éstas son pelotas de ping-pong. Juego de maricas, no de hombres!”
Berrondo, conocido como: “El Caballero de las Canchas”, oía protestar a su contrincante; no abría la boca.

El partido estaba siendo malo. Muchos nervios y pocos tantos buenos. El pique era tremendo y lo estaban dando todo. Si las miradas mataran no hubieran acabado el partido. Un partido que no pasaría a la historia hasta que, Guillermo que iba perdiendo, empezó a buscar una pelota en la caja de pelotas, como no encontraba una de su gusto, agarró la caja y desparramó todas las pelotas por toda la cancha. El público reaccionó entre carcajadas y protestas.
“Tarzán” Ibarlucea hizo algún comentario que encendió todavía más a Guillermo. Éste contestó con algo muy fuerte porque Tarzán se abalanzó como un loco hacia su rival. Con una pelota sujeta en el puño, le tiró un golpe a la cara. El ondarrés detuvo el golpe con la zurda.

Se armó un escándalo monumental. El público rugía. Cada cual azuzando a sus respectivos favoritos. Ibaceta, el intendente, los brazos al cielo, suplicando la ayuda de Dios todopoderoso. La noche de fiesta se convirtió en la capital del infierno.
En ese momento de desconcierto sonaron unos disparos amortiguados por el escándalo que se había armado en la cancha y reproducido en las gradas. Solo un oido acostumbrado, un cuerpo en alerta permanente, lo podía detectar. Magaña se incorporó de su asiento mientras echaba mano a la Luger, sin llegar a sacarla de la funda. No se había dado cuenta de que el asiento contiguo, el que ocupaba Turrillas, estaba vació. Vio a varios gorilas correr por los pasillos en dirección al palco. Llevaban la pistola en una mano y un walkie-talkie en la otra. Visiblemente agitados. El público seguía los acontecimientos de la cancha, salvo en la zona reservada donde reinaba el desconcierto. Caras de pánico, gritos, confusión. Un hombre con la cara ensangrentada recostado a medio lado en su localidad. Lo reconoció de inmediato. Era López Cossidó, el dueño del frontón.

Magaña se levantó de su asiento y fue sorteando la fila de butacas hasta llegar a uno de los laterales del edificio. Sintió un objeto punzante en el costado. Lo encañonaban.
Sonaron dos tiros. Cayó abatido el hombre que lo encañonaba.
Vio al director de CANCHA con cara de Jack Nicholson en “el Resplandor”, parado, a unos diez metros, una 38 corta humeante en su mano derecha, venía de la zona del palco de autoridades.
“Vámonos Magaña, aquí no hay nada más que hacer”.

El tumulto fue en aumento.
La gente empezó a correr alocadamente por los pasillos, gritando, buscando las puertas de salida, como si se hubiera producido un terremoto y en pocos minutos el majestuoso “Palacio de la pelota” fuera a convertirse en toneladas de escombro.
Cogieron el primer taxi que encontraron y se largaron de la plaza de la República, antes de que doblara hacia Reforma, el interior del taxi apestaba a pólvora.
Hacía meses que Magaña no se sentía tan bien.

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